La actividad
de los volcanes acelera la destrucción de la capa de ozono y hace más difícil
su recuperación.
¿Puede la
naturaleza ayudar a la humanidad a destruir su propio planeta? Y más aún,
¿puede dañarlo incluso en contra de la voluntad del hombre? Pues parece ser que
sí.
Es cierto
que empezamos nosotros. La utilización de los productos químicos industriales
llamados clorofluorocarbonos (CFC) destruyen el ozono en la atmósfera, y su uso
creó el “agujero” del ozono, un parche del cielo sobre la Antártida donde el
ozono es escaso y cuya existencia se declaró a principios de los años ochenta.
La reacción fue un tratado internacional firmado en 1987 en que se ordenaron
recortes graduales para el uso de los químicos que agotan la capa de ozono. Las
naciones desarrolladas dejaron de usar CFC en 1996, pero su uso continuó en las
partes del mundo en desarrollo.
No obstante,
no cabe duda de que la humanidad había hecho un gran esfuerzo por paliar el
problema del ozono en el hemisferio sur, sin embargo, a las buenas intenciones
del hombre le saldría un poderoso enemigo: la actividad volcánica.
Catherine
Wilka, del Instituto de Tecnología de Massachusetts en Cambridge, y su equipo
utilizaron un modelo climático para examinar los efectos de las partículas
volcánicas en la composición química de la atmósfera. El estudio se llevó a
cabo en los años entre 1980 y 1998, cuando los CFC todavía estaban en uso y
erosionando la capa de ozono. En ese periodo se produjeron erupciones como la
explosión en 1991 del Monte Pinatubo en Filipinas, en las que el análisis
demostró que aceleraron la tasa de pérdida de ozono.
Después de
2000, aunque el uso de CFC fue menor que en décadas anteriores, las erupciones
siguieron ralentizando la recuperación del agujero de ozono. Por tanto, pese al
éxito que supuso la prohibición de CFC, los volcanes obstaculizan la llegada de
mejores resultados. Según Wilka y su equipo, estos llegarán en periodos de
inactividad volcánica.
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